Era una noche ventosa. De los campos cercanos venían nubecillas de tierra. Comenzaba el verano. Lloviznaba. Fue en un pueblo del oeste de la Provincia de Buenos Aires, alejado de las metrópolis, cerca de la Provincia de La Pampa. Allí, en el Club El Progreso, vecinos y vecinas importantes discutían con tesón.
- Todos saben que es indispensable creer en Dios. - Había dicho una coqueta señora gorda.
- No es verdad, nada obliga a creer en Dios. - Fue la respuesta de un atildado y flaco señor.
De esa forma quedó establecido el tema de la discusión. Tras ello muchos de los presentes quisieron dar una opinión. Fundamentaban de diversas maneras los dichos.
- ¿Cómo puede un ser humano vivir sin creer en Dios? Eso es imposible. - Manifestaba con énfasis un joven de anteojos.
- Si es posible. Yo vivo, muy tranquila, sin creer en Dios. - Decía una joven de rostro pecoso.
Y terciaba una encantadora anciana:
- Quién no crea en Dios irá al infierno.
- El infierno y el cielo no existen. Dios no existe - Adujo la pequeña señora que fungía de barman en la barra del club, mientras le tintineaban las joyas al preparar los tragos y servir las bebidas.
Y así seguían, sin darse treguas en afirmaciones y negaciones, mientras consumían bebidas embriagantes acompañadas de ingredientes.
Tan entusiasmados estaban en la pacífica y a veces risueña disputa, que nadie advirtió el ingreso al salón de una mujer negra, muy alta, bellísima, el cabello de infinitos rulitos cuidadosamente peinados y brillantes. Se ubicó en un rincón bastante oscuro del salón. Sólo vestía una túnica negra de exquisita tela liviana conforme a la estación veraniega, que dejaba ver uno de los hombros. En apariencia nada llevaba debajo de la túnica porque el perfecto y voluptuoso cuerpo se insinuaba sin pudores. Después de escuchar un largo rato con atención, la mujer habló y sus palabras potentes se escucharon claramente por sobre las voces y murmullos de grupo:
- No es necesario creer en Dios, pero es indispensable conocer y cumplir con los Diez Mandamientos. - Dijo. E iba mirando uno a uno a los presentes moviendo apenas la cabeza.
Hubo un silencio de asombro, los presentes quedaron casi como hipnotizados. Entonces una mujer de mediana edad gritó exaltada:
- ¡Ella es Dios que ha venido a decirnos la verdad, la única verdad!
Varios de los presentes asentían y acompañaban con expresiones jubilosas tales como: “¡Es verdad, es Dios!”; “¡Sí, sí, es Dios!”; “¡Amén!”; “¡Aleluya!”.
Siguieron las loas hasta que uno de los incrédulos dijo:
- Pero ella es, es … es … - Y no se animaba a terminar la frase.
La mujer negra en tono admonitorio y quizás ligeramente burlón respondió mirando al dubitativo parroquiano:
- Yo puedo completar tu frase. Querés decir, que soy mujer y negra. ¿Verdad?
El hombre apenas dijo “si” y quedó anonadado.
La mujer de la túnica negra siguió hablando mientras el tono de su voz crecía en resonancias majestuosas:
- En alguno de los libros sagrados que probablemente varios de ustedes han leído, ¿dice que no puedo ser mujer? ¿dice que no puedo ser negra?
La coqueta mujer gorda que iniciara la discusión aseguró:
- Ella está en lo cierto. Ningún libro sagrado aclara respecto del sexo o el color de la piel de Dios. Es más. Creo que ha venido con piel negra y como mujer, para mostrarnos que todos somos iguales a sus ojos.
La mujer negra volvió a hablar con la voz poderosa que la caracterizaba:
- Y debo informarles que soy judía.
Un hombre de aspecto intelectual salió inmediatamente a responder:
- Claro, es razonable que así sea, porque Jesús de Nazareth era judío.
Nuevamente explicó la mujer negra:
- También les digo que soy bisexual.
Se escucharon murmullos. Esta afirmación parecía carecer de consensos. Les resultaba difícil hacer congeniar a la majestuosa visitante reconocida como Dios, con la imagen de un ser bisexual.
Una mujer vestida muy a la moda, conocida en el pueblo por la falta de prejuicios aplaudió alborozada diciendo:
- ¡Al fin se cumplen mis vaticinios y mis deseos! ¿Qué otra cosa puede ser, sino bisexual, si nos representa a todos, hombres y mujeres, con todas las preferencias sexuales que la humanidad exhibe en su maravillosa diversidad?
Hubieron aprobaciones a coro de un sector minoritario. La mayoría disidente calló por temor, temían ser considerados discriminadores.
- Bien, veo que nos vamos entendiendo. - Habló la mujer negra, ahora con tono suave, cautivante, cual si estuviera por decir verdades jamás reveladas.
Y siguió:
- Ya saben quién soy. Ahora quiero recordarles el texto íntegro de los Diez Mandamientos, traducido del original y tal como los trajo Moisés desde el Monte Sinaí dónde los recibió.
El silencio era tan completo que podía escucharse el caminar de una hormiga. La mujer negra acomodó la túnica con un ligero movimiento. El texto que dijo a los presentes de memoria corrida, sin vacilaciones, es el siguiente:
“Estos son los Diez Mandamientos:
El primero: Yo soy tu único Dios, que te sacó de la tierra de Egipto.
El segundo: No tengas otros dioses.
El tercero: No harás esculturas ni imágenes, de lo que hay en el cielo, ni de lo que hay en la tierra, ni de lo que está en el agua, ni te posternarás ante ellas, ni las adorarás.
El cuarto: No jures en el nombre de Dios en vano, pues Dios no absuelve a quien toma su nombre en vano.
El quinto: Seis días trabajarás, pero el séptimo no harás ninguna tarea, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu sirviente, ni tu animal, ni el extraño que habita dentro de tus puertas.
El sexto: Honra a tu padre y a tu madre, de modo que vivas una larga vida.
El séptimo: No mates.
El octavo: No robes.
El noveno: No atestigües falsamente en perjuicio de tu prójimo.
El décimo: No codicies la casa de tu prójimo, no codicies la mujer de tu prójimo, ni su sirviente, ni su sirvienta, ni su toro, ni su asno, ni nada que le pertenezca.”
Los presentes se estremecieron y retrocedieron un paso. Estaban conmovidos y temerosos. La mayoría lloraba o trataba de contener las lágrimas.
La mujer de túnica negra y cabello de rulos muy pequeños salió de la penumbra y se ubicó en un lugar con mucha iluminación del salón. Siguió diciendo:
- Finalmente los explico cual es mi profesión. Soy prostituta. Trabajo en mi casa, en la ciudad más cercana. Miren mi rostro. Vean mi cuerpo. Son muchos, entre los presentes, hombres y mujeres, que me conocen.
Soltó la túnica. Estaba totalmente desnuda. Se desató una batahola. Había quienes gritaban sin control. Otros imprecaban. Querían algunos agredir a la mujer negra. Sólo unos pocos callaban y miraban.
La mujer volvió a cubrir el cuerpo con la túnica, al tiempo que decía:
- Ya han tenido la oportunidad de reconocerme.
La mujer vestida muy a la moda, conocida en el pueblo por sus desprejuicios, habló:
- Yo te reconozco ahora. Estuve en tu casa, en la ciudad. No tengo nada que ocultar. Todos en el pueblo saben que no tengo pudores, que soy bisexual, que frecuento a toda clase de personas, a quienes no juzgo. A nadie tengo que rendir cuentas. Pero no sos Dios. Sos simplemente una mujer y te respeto por tu valentía.
La altísima y hermosa negra respondió con una sonrisa burlona:
- ¿Yo dije que era Dios? No. Fueron ustedes, todos los presentes, que lo dijeron o aceptaron que otros lo dijeran. Pero, ¿qué les ocurre? Porque tengo una profesión que ejerzo sin molestar a nadie, ¿han perdido el respeto hacia mi persona? Los Diez Mandamientos nada dicen sobre lo que yo hago. Por mi profesión, ¿ya no me quieren?
El salón se sumió en un nuevo silencio profundo. Estaban pensando. Estaban confusos. Y se escuchó una voz:
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Es Dios! ¡Se nos presenta así para mostrarnos que debemos amar a todos, sin importarnos que hacen o lo que dicen! ¡Todos hemos sido creados a semejanza de Dios! - Clamó la joven pecosa.
Entonces un sector de los presentes iba cambiando de parecer. Respondieron a la joven pecosa palabras como estas:
- Tenés razón. Somos incrédulos. Dios nos pone a prueba adoptando una figura que no asociamos con Dios porque estamos llenos de pecados. Amemos a Dios, él puede presentarse como quiere.
Y decían muchas cosas en favor del carácter divino de la mujer negra. Ésta permanecía quieta como una estatua, se diría que no respiraba. Pasaron unos pocos segundos. A los presentes les parecieron horas. Después la mujer negra habló:
- Veo que son un grupo de personas veleidosas, como todos los seres humanos. También advierto que hay entre ustedes muchos hipócritas, así son los seres humanos. Y claro, están los mentirosos, que me niegan y dirán que nunca me han visto, ni visitado, ni conocido. Ahora me iré. Ustedes seguirán con sus quehaceres mundanos. Yo seguiré con lo que siempre hago. Si quieren encontrarme, saben donde estaré. Me despido diciéndoles que amo a los que me quieren y a los demás, que no les guardo rencor, piensen lo que pensaren sobre mi. Hasta pronto.
Salió del salón rápido. Afuera esperaba un automóvil con el moto encendido. Subió la mujer negra al rodado en el asiento de atrás. El automotor arrancó y velozmente salió del pueblo.