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28 diciembre 2012 5 28 /12 /diciembre /2012 18:22

          Era una noche ven­tosa. De los campos cer­canos ve­nían nubeci­llas de tierra. Co­menzaba el ve­rano. Lloviznab­a. Fue en un pue­blo del oeste de la Provin­cia de Bue­nos Ai­res, alejado de las metró­polis, cer­ca de la Provin­cia de La Pam­pa. Allí, en el Club El Pro­greso, ve­cinos y ve­cinas impor­tantes dis­cutían con tesón.

           - Todos saben que es in­dispensable creer en Dios. - Había di­cho una co­queta se­ñora gorda.

         - No es verdad, nada obliga a creer en Dios. - Fue la respues­ta de un atildado y fla­co se­ñor.

          De esa forma que­dó es­tablecido el tema de la discus­ión. Tras ello mu­chos de los pre­sentes qui­sieron dar una opinión. Fundamenta­ban de di­versas maneras los di­chos.

          - ¿Cómo puede un ser hu­mano vivir sin creer en Dios? Eso es im­posible. - Manifes­taba con én­fasis un jo­ven de ante­ojos.

          - Si es posible. Yo vivo, muy tran­quila, sin creer en Dios. - De­cía una jo­ven de ros­tro peco­so.

           Y tercia­ba una encantad­ora ancia­na:

          - Quién no crea en Dios irá al in­fierno.

         - El in­fierno y el cie­lo no exis­ten. Dios no existe - Adujo la peque­ña seño­ra que fun­gía de bar­man en la ba­rra del club, mien­tras le tinti­neaban las jo­yas al prepa­rar los tra­gos y ser­vir las bebi­das.

          Y así se­guían, sin dar­se tre­guas en afir­maciones y ne­gaciones, mien­tras consum­ían bebidas embria­gantes acompa­ñadas de ingre­dientes.

          Tan en­tusiasmados esta­ban en la pacífi­ca y a ve­ces ri­sueña dis­puta, que nadie ad­virtió el ingre­so al salón de una mujer negra, muy alta, be­llísima, el cabel­lo de infi­nitos ruli­tos cui­dadosamente peinad­os y bri­llantes. Se ubi­có en un rincón bas­tante oscuro del salón. Sólo vestía una túnica negra de exquisita tela li­viana con­forme a la esta­ción vera­niega, que dejaba ver uno de los hombros. En aparien­cia nada lle­vaba debajo de la túni­ca porque el perfec­to y volup­tuoso cuerpo se insinuaba sin pudores. Después de escuchar un lar­go rato con aten­ción, la mujer habló y sus palabras potentes se es­cucharon clara­mente por so­bre las voces y murmullos de grupo:

          - No es necesario creer en Dios, pero es indispensab­le cono­cer y cumplir con los Diez Mandam­ientos. - Dijo. E iba mi­rando uno a uno a los presen­tes mo­viendo ape­nas la cabe­za.

        Hubo un silencio de asombro, los pre­sentes quedar­on casi como hipnotiza­dos. En­tonces una mujer de me­diana edad gritó exalta­da:

          - ¡Ella es Dios que ha ve­nido a de­cirnos la verdad, la única ver­dad!

         Varios de los present­es asentían y acom­pañaban con expresion­es jubi­losas ta­les como: “¡Es verdad, es Dios!”; “¡Sí, sí, es Dios!”; “¡Amén!”; “¡Ale­luya!”.

          Siguie­ron las loas hasta que uno de los incrédul­os dijo:

          - Pero ella es, es … es … - Y no se ani­maba a ter­minar la fra­se.

          La mujer negra en tono admo­nitorio y quizás ligera­mente bur­lón res­pondió mirand­o al du­bitativo parroq­uiano:

         - Yo pue­do comple­tar tu frase. Que­rés decir, que soy mujer y negra. ¿Ver­dad?

          El hom­bre apenas dijo “si” y quedó anonada­do.

          La mu­jer de la tú­nica negra si­guió ha­blando mientras el tono de su voz cre­cía en resonanc­ias majestuos­as:

          - En al­guno de los li­bros sagrados que probablem­ente varios de us­tedes han leído, ¿dice que no puedo ser mujer? ¿dice que no pue­do ser ne­gra?

          La co­queta mujer gorda que inicia­ra la dis­cusión asegu­ró:

         - Ella está en lo cier­to. Ningún libro sagra­do aclara respecto del sexo o el co­lor de la piel de Dios. Es más. Creo que ha venido con piel ne­gra y como mu­jer, para mostrar­nos que todos so­mos iguales a sus ojos.

          La mujer negra vol­vió a hablar con la voz po­derosa que la caracte­rizaba:

          - Y debo informar­les que soy judía.

          Un hom­bre de as­pecto inte­lectual salió inmediatament­e a respond­er:

          - Claro, es razona­ble que así sea, por­que Jesús de Naza­reth era ju­dío.

          Nueva­mente expli­có la mujer ne­gra:

         - Tam­bién les digo que soy bise­xual.

          Se escu­charon murmu­llos. Esta afirmac­ión parecía carecer de con­sensos. Les re­sultaba difícil ha­cer conge­niar a la majestuos­a visi­tante recono­cida como Dios, con la ima­gen de un ser bisexual.

          Una mu­jer vestida muy a la moda, conoc­ida en el pueblo por la falta de pre­juicios aplau­dió alboro­zada di­ciendo:

         - ¡Al fin se cumplen mis vatici­nios y mis de­seos! ¿Qué otra cosa pue­de ser, sino bi­sexual, si nos re­presenta a to­dos, hombres y mu­jeres, con todas las prefe­rencias sexua­les que la humanidad exhi­be en su ma­ravillosa diversid­ad?

         Hubieron aproba­ciones a coro de un sec­tor minori­tario. La mayoría disident­e calló por temor, te­mían ser considerad­os discriminad­ores.

          - Bien, veo que nos va­mos enten­diendo. - Ha­bló la mujer ne­gra, ahora con tono suave, cauti­vante, cual si estuv­iera por decir ver­dades ja­más re­veladas.

            Y si­guió:

          - Ya sa­ben quién soy. Ahora quiero re­cordarles el tex­to íntegro de los Diez Manda­mientos, tra­ducido del origin­al y tal como los trajo Moi­sés desde el Monte Si­naí dónde los reci­bió.

          El silen­cio era tan com­pleto que po­día escu­charse el cami­nar de una hormig­a. La mu­jer negra acomo­dó la túnica con un ligero movi­miento. El texto que dijo a los presentes de me­moria corrida, sin vacilac­iones, es el si­guiente:

          “Estos son los Diez Man­damientos:

           El primero: Yo soy tu úni­co Dios, que te sacó de la tie­rra de Egipto.

         El segundo: No tengas otros dioses.

         El tercero: No harás escultur­as ni imáge­nes, de lo que hay en el cie­lo, ni de lo que hay en la tie­rra, ni de lo que está en el agua, ni te posternar­ás ante ellas, ni las adora­rás.

         El cuarto: No jures en el nom­bre de Dios en vano, pues Dios no absuelv­e a quien toma su nombre en vano.

         El quinto: Seis días traba­jarás, pero el sépti­mo no harás ningu­na ta­rea, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu sir­viente, ni tu ani­mal, ni el ex­traño que habit­a dentro de tus puer­tas.

         El sexto: Honra a tu padre y a tu ma­dre, de modo que vi­vas una lar­ga vida.

         El séptimo: No mates.

        El octavo: No robes.

        El noveno: No atestigües falsam­ente en perjui­cio de tu prójimo.

         El décimo: No codicies la casa de tu prójim­o, no codic­ies la mujer de tu próji­mo, ni su sir­viente, ni su sirvien­ta, ni su toro, ni su asno, ni nada que le pertenezc­a.”

         Los pre­sentes se estrem­ecieron y retro­cedieron un paso. Estab­an conmovid­os y te­merosos. La mayo­ría llorab­a o tra­taba de con­tener las lá­grimas.

          La mujer de túnica negra y ca­bello de ru­los muy peque­ños salió de la penumbra y se ubi­có en un lu­gar con mucha ilu­minación del salón. Si­guió diciendo:

          - Final­mente los explic­o cual es mi profe­sión. Soy pros­tituta. Tra­bajo en mi casa, en la ciu­dad más cerca­na. Miren mi rostro. Vean mi cuerpo. Son mu­chos, en­tre los present­es, hom­bres y mujeres, que me conocen.

          Soltó la túnica. Es­taba total­mente desnud­a.  Se desató una batahol­a. Ha­bía quie­nes grita­ban sin control. Otros impre­caban. Querían algun­os agredir a la mujer negra. Sólo unos po­cos callaban y mira­ban.

           La mujer volvió a cubrir el cuerpo con la tú­nica, al tiem­po que decía:

          - Ya han tenido la oportun­idad de recon­ocerme.

          La mujer vestida muy a la moda, conocid­a en el pue­blo por sus desprejuic­ios, ha­bló:

           - Yo te reconozco aho­ra. Estu­ve en tu casa, en la ciu­dad. No tengo nada que ocul­tar. Todos en el pueblo sa­ben que no tengo pudo­res, que soy bisexual, que fre­cuento a toda cla­se de personas, a quie­nes no juz­go. A nadie ten­go que rendir cuen­tas. Pero no sos Dios. Sos simple­mente una mu­jer y te respeto por tu valen­tía.

          La altísi­ma y her­mosa negra res­pondió con una sonri­sa burlo­na:

          - ¿Yo dije que era Dios? No. Fue­ron us­tedes, to­dos los pre­sentes, que lo dijeron o acep­taron que otros lo dije­ran. Pero, ¿qué les ocu­rre? Porque tengo una pro­fesión que ejer­zo sin molestar a na­die, ¿han per­dido el res­peto hacia mi perso­na? Los Diez Manda­mientos nada dicen sobre lo que yo hago. Por mi profe­sión, ¿ya no me quie­ren?

          El salón se sumió en un nue­vo si­lencio pro­fundo. Esta­ban pen­sando. Estab­an con­fusos. Y se escu­chó una voz:

          - ¡Sí! ¡Sí! ¡Es Dios! ¡Se nos presen­ta así para mostrarn­os que de­bemos amar a to­dos, sin impor­tarnos que hacen o lo que dicen! ¡To­dos hemos sido crea­dos a seme­janza de Dios! - Clamó la jo­ven pecosa.

          Enton­ces un sec­tor de los pre­sentes iba cam­biando de parec­er. Res­pondieron a la jo­ven pecosa pa­labras como es­tas:

          - Tenés razón. So­mos in­crédulos. Dios nos pone a prueba adop­tando una fi­gura que no aso­ciamos con Dios porque es­tamos llenos de pe­cados. Ame­mos a Dios, él pue­de presen­tarse como quiere.

          Y decían muchas cosas en fa­vor del ca­rácter divino de la mu­jer ne­gra. Ésta perma­necía quieta como una es­tatua, se diría que no respirab­a. Pa­saron unos po­cos se­gundos. A los presentes les pare­cieron horas. Des­pués la mujer negra ha­bló:

          - Veo que son un gru­po de perso­nas ve­leidosas, como todos los se­res hu­manos. Tam­bién advierto que hay entre us­tedes mu­chos hi­pócritas, así son los se­res huma­nos. Y cla­ro, están los mentiro­sos, que me niegan y dirán que nunca me han visto, ni visitado, ni co­nocido. Ahora me iré. Ustedes seguirán con sus queha­ceres mundanos. Yo se­guiré con lo que siempre hago. Si quieren encontrar­me, saben donde es­taré. Me despido diciéndoles que amo a los que me quieren y a los de­más, que no les guar­do rencor, pien­sen lo que pensa­ren sobre mi. Hasta pron­to.

          Salió del salón rápi­do. Afuera espe­raba un automó­vil con el moto en­cendido. Subió la mujer negra al rodado en el asiento de atrás. El automot­or arran­có y ve­lozmente salió del pue­blo.

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6 febrero 2012 1 06 /02 /febrero /2012 02:09

          Soplaba una brisa primaveral en el templado in­vierno subtropical del país. Yo esta­ba le­yendo el periódic­o sentado en el bar del patio descubiert­o del centro comer­cial. Sentí una presen­cia a mi lado y oí una voz conoci­da salu­dando. Era ... bueno, no debo dar el verda­dero nom­bre. La llama­ré Rut en re­cuerdo de una de las más be­llas his­torias de la Bi­blia.

          Rut vestía informal, según su estilo: un buzo de­portivo y un jean. Me pareció excesi­vamente alta y el lado in­discreto del ser human­o miró de refilón los pies de Rut. Los vi cal­zados con elegan­tes za­patos de cha­rol, de tacos altísi­mos y finitos. Hasta entonces siem­pre la había conoci­do de za­patillas. En­tendí la razón de la mayor altura.

          Rut es una clienta bastante ha­bitual. Sus pro­blemas fueron - y son - : recla­mos de ali­mentos para los hijos; discusio­nes con los ban­cos emiso­res de tarje­tas de crédi­tos; jui­cio contra los entes recaudad­ores por impuestos y ta­sas inmobilia­rios mal li­quidados o ya abo­nados; en una oca­sión un colectivero enardecido hizo caer y empujó has­ta destro­zarle la moto de baja cilin­drada mientras Rut huía ilesa y despa­vorida. Estos líos generalmente de baja rentabi­lidad atiborran los estudios jurídic­os.

          Vi a mi clien­ta acalorada, por lo visto había transpi­rado mu­cho con dos bol­sas pesad­as, de cartulina bri­llante y en gran­des le­tras se leía la co­nocida marca de una empresa fabri­cante de ropa.

          Un cuenta­propista – eso es un profesional uni­versitario – nunca debe olvidar la cor­tesía, es el único marketing a su al­cance. Invi­té a Rut a sentar­se, sugi­riéndole beber una taza del repu­tado café ecuato­riano del bar. Acep­tó dicien­do:

          -- Necesito un descanso. Los zapatos me están matando. No es­toy acos­tumbrada a los ta­cos al­tos.

          Miré el cal­zado de la mujer como si recién lo advirtiera y le manif­esté mi asom­bro por el he­cho de verla así calza­da, recor­dándole que ella misma mani­festaba con or­gullo tener sólo zapati­llas.

          Rut es una persona habitualm­ente de buen talan­te. Sin em­bargo mantenía un ges­to adusto. Dijo:

          -- Mire, jus­tamente respecto de los zapatos que­ría hablar­le. Resignado, decidí prestar aten­ción a una más, de las conocid­as "con­sultas profesional­es al paso". La mu­jer inició el rela­to:

          -- Estaba sola. Delante mío había una caja con ropa. Me des­nudé totalmen­te. Abrí la caja. Sa­qué un cor­piño. Me lo puse. Era rojo, ca­rísimo, te­nía finísi­mo encaj­e. Y me iba de maravillas. Enton­ces miré en el espejo la entre­pierna des­nuda, que parecía horri­ble ante la vista del her­moso cor­piño. Desvié la mirada del espejo, saqué de la caja la bom­bacha también roja y me la puse. Que­dé anona­dada ante esa bombacha re­flejada en el espej­o, de finísimo satén, algo­dón y encaje, con sua­ves y preci­sos elásti­cos. ¿Sabe usted? Siem­pre sentía molestia por el tamaño de mis la­bios vagina­les, son enor­mes, no me gus­taban ...

          La interrum­pí:

          -- Rut, yo no soy la persona adecuada para co­nocer deta­lles de su cuerpo. Reláte­me sólo lo sustanc­ial para que yo pueda elabo­rar una res­puesta profesio­nal ...

          En ese pun­to, ella interrum­pió mis palabras:

          -- Se equivo­ca. -- Dijo seca­mente y si­guió:

          -- Esta no es una con­sulta profe­sional y usted es exactamente la per­sona que puede respon­der a mis in­quietudes. Tuve suerte al encontrar­lo. Si us­ted dis­pone de un breve tiem­po, por favor escu­che. Los clientes suelen tomar a los abogados de confi­dentes en te­mas delicados extra­ños a nuestro trabajo. De modo que asentí. Rut contin­uó:

          -- Le decía, tengo labios vagin­ales enormes y no me gus­tan, al me­nos no me gustab­an. Por ese motivo no uso mallas de baño pe­queñas. Temo en especial las miradas de un hombre en los mo­mentos ínti­mos, él podría ver una va­gina muy grande y cre­er tantas cosas, por ejemplo que soy un transe­xual mal operado, o un monstruo, un ade­fesio. Pero al po­nerme la bella bombacha roja de precio inalcanzab­le, tan her­mosa y perfecta, por pri­mera vez en mi vida sentí placer de observar la entrep­ierna. Le digo más, fue la pri­mer oca­sión en mi vida que amé mi vagina y sentí ar­monía con mi cuerpo. Des­pués ajusté portali­gas, me­dias, calcé zapatos como éste, caros, altos, de ta­cos finísimos. Ya estab­a maquillada y peinada. Salí. Afuera había un pasillo breve. Lle­gué al es­tudio. Es­peraban allí los fotóg­rafos, maquillad­oras, estilis­tas, iluminadores, electricistas, pro­ductores. Ini­cié la sesión de fo­tos, para eso había sido contratada por esta marca de ropa interior. –- Se­ñaló las le­tras de las bolsas de cartulina brillante.

           Al llegar a ese pun­to del relato ya es­taba muy incómod­o. Por un ins­tante pensé en irme ha­ciendo ges­tos de encono. Opté por quedar­me. Debo con­fesarlo: esa de­cisión no fue moti­vada por el razonab­le afán de mos­trar buena educa­ción ante una clien­ta a la cual había invitado a tomar un café. No. Fue sim­ple y espantosa cu­riosidad. Rut siguió hablan­do:

          -– Fue agotador. Debí cambiar de corpiños, bomba­chas, me­dias, za­patos, ponerme guantes de raso hasta el codo, sa­carme y ponerme pren­das, parar­me, caminar, sentar­me, acostarme en un di­ván, simul­ar co­mer un postre hela­do, soste­ner una copa de espumant­e. Seguí fiel y man­samente, sin chis­tar, todas y cada una de las instruc­ciones. Al fi­nal la jefa de producción anunció la finaliza­ción de la se­sión de fotos con pala­bras burocráticas: "¿Trajistes las constan­cias fisca­les y prevision­ales, el talo­nario de reci­bos y el documento de identidad?". Dije "si" y ella dijo: "Ves­tite y pasá por la administración, te van a pagar. Pero antes la re­presentante de la fábri­ca de la ropa te quiere ha­blar." Una mujer espet­ó con tono amable pero muy apura­da: "Estamos muy con­tentos con vos. Fue una sesión de fotos es­pectacular. Como premio, te rega­lamos todas las prendas conque te fo­tografiaron, las de nuestra fabricac­ión y los acceso­rios, zapa­tos y todo lo de­más. Te volvere­mos a lla­mar para otras campañas publicitarias. En admi­nistración te harán firmar una constanc­ia de­tallada de lo que te llevás." Tras ello, "chau". Llegué al camerino. Decidí salir del estudio con ropa usada para modelar. Debajo del buzo tengo un corpiño ne­gro de precio inal­canzable y debajo del pantalón una bombacha haciendo juego que me hace amar la vagi­na antes odiada. Ahora, viene la pregunta.

          Para enton­ces, más intriga­do que azorado, traté de entender como Rut ha­bía llegado al estud­io de fotografía. Comenté:

          -- No sabia que usted se dedic­aba al mode­laje.

          -- No. Nunca antes fui mo­delo. Es la primera vez. -- Respond­ió Rut y aclaró:

          -- Ocu­rre que la fábrica quie­re vender su ropa interior "pre­mium", carísima, a muje­res madu­ras porque, según di­jeron, ellas tie­nen más po­der adquisitivo que las jóvenes. Buscaron en los gimnas­ios de la ciudad. Usted sabe, un vida es un de­sastre, constante­mente cambio de pareja, de trabaj­o, de vivienda alquilada, de provee­dor de in­ternet, estoy atrasa­da en las cuentas del agua, luz, teléfono, tar­jetas, im­puestos. Tengo una úni­ca vir­tud, logro mantenerme física­mente en forma, voy al gimnasio con regularidad, no fumo, no uso dro­gas y me emborracho sólo cuando las circunstan­cias lo justifi­can. Al verme dijeron "vos sos la persona del as­pecto ideal, tenés un físico cuidado y a la vez te parecés a cual­quier mujer de tu edad, eso quere­mos". Ante la oferta de traba­jo, como yo siempre ando sin un centav­o, acepté volando. Ahora le pre­gunto a usted: ¿Si yo hubiera usa­do siempre ropa in­terior fina, cara, suave, hermosa, mi ex – digo, uno de mis ex, me refiero al padre de mis hijos – es quizás posible, que no me hubiera abandonado? Sólo usted sabe la res­puesta, por­que se pasó años y años siendo mi aboga­do en los juicios contra él, después de sepa­rarnos. Conoce a ese ex, sabe como piensa.

          Santa ino­cencia, la de Rut. Nunca sabrá, que yo no sabía y nun­ca sabré la res­puesta. Claro está, todos sabemos que yo pasé hace mu­cho tiempo el me­dio del camino de la vida, y por ello sí sa­bía, que era impo­sible dejar sin respues­ta a Rut. Y que la mejor res­puesta era aquella que Rut que­ría oír. Medí cuidadosament­e las palabras:

          --No. Su ex igual la habría de­jado. Él, no era para usted. Sa­bía que usted es mu­cho más que él, como ser humano. Y en el único mo­mento de luci­dez, decidió abandonar­la. Lo domi­naba la idea de permitir­le a usted reencontrarse con una vida me­recida. La ropa inter­ior hermos­a, como todo lo que lleva­mos puesto, nos mejora la presencia. Pero la ropa, linda o fea, cara o barata, es ajena a la mal­dad de él, y a su bon­dad intrínseca.

          Rut agrade­ció. Se fue más se­gura. Segura­mente más be­lla. No hay nada como aument­ar la au­toestima para me­jorar la es­tampa.

          De ahí, fui a un afamado negoc­io de ropa masculi­na, en el mis­mo centro co­mercial. Compré los calzon­cillos más caros. De­seaba impresio­nar a mi cónyuge.

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19 enero 2012 4 19 /01 /enero /2012 04:32

          En la madruga­da del 17 de octubre de 1945 Ar­turo des­pertó antes del ama­necer. Fue al co­medor donde un peón atizaba el fuego en la es­tufa. La pri­mavera si­gue siendo fría en el cam­po a cien kiló­metros al sur de la ciu­dad de Bue­nos Aires.

          Del comedor Arturo pasó a la cocina, allí la jo­ven ayudan­te hizo una breve reverencia y salu­dó “buen día, Arturito”. Desde el pa­tio trayen­do gran­des ta­chos de leche en un su­lky un joven gri­tó “buen día, Ar­turito”.

          Con veintiséis años Arturo, hijo de los dueños de la es­tancia, se­guía siendo “Arturito” para el personal. Él simpatizab­a con los emplead­os y fa­vorecía ese tra­to que – se­gún le decían los ami­gos y pa­rientes – so­cavaba la auto­ridad pa­tronal.

          Al volver Arturo al come­dor ya estaban allí sus pa­dres, Eduar­do y Teófila. La mamá habló irri­tada:

          – Arturito, me tengo que ente­rar por la peo­nada, que vos te vas a Bue­nos Aires en coche. Y te vas solo, sin chofer. ¿Por qué no te vas en tren? Te pue­den acercar en el sulky a la esta­ción y en dos horas esta­rás en Constitu­ción. Re­sulta que los argenti­nos tenemos los tre­nes más puntua­les del mundo, y vos querés cansart­e y apeligrar via­jando en co­che.

          – ¿Trenes ar­gentinos? – Terció don Eduardo – In­gleses, habrás que­rido decir, son trenes in­gleses en la Ar­gentina. El día en que los fe­rrocarriles sean realmente ar­gentinos, van a salir y llegar a la hora que les de la gana.

          Arturo explicó la necesi­dad de ir en automóvil a la Capital Fe­deral. En Bue­nos Aires debía ha­cer mu­chos trámi­tes y no le al­canzaría el tiem­po si debier­a movilizarse en tran­vía, subte­rráneo y taxí­metros.

          La ma­dre insistió:

          – La radio está diciendo, de los obreros del fri­gorífico de Ave­llaneda. Quie­ren ir a Plaza de Mayo por ese tema, del Coronel Perón que está preso. Pueden levan­tar el puente del Ria­chuelo, y entonces, ¿cómo podrás llegar a Bue­nos Aires en el auto? ¿Y si hay distur­bios?

          – No pasa nada, mamá. – La calmó Arturo – Eso de Perón es un problema en­tre los mili­cos y lo arrega­rán entre ellos. Los obre­ros no cuen­tan en esa pulseada. ¡Bah! Los cau­dillos con­servadores ami­gos de Pe­rón llevarán a algunos obre­ros hasta el centro de Bue­nos Aires pen­sando que es­tán ha­ciendo la Marcha so­bre Roma. Donde hagan lío los milicos ti­rarán cuatro ti­ros al aire y los obreros volve­rán a las casas.

          Doña Teófila no se rendía:

          – ¡Arturito! Ese Perón es un peligro, soli­vianta a la gen­te, es comunist­a.

          – No, mamá, no es comunist­a. – Explicó Ar­turo – Al revés, en todo caso será facista, pero fa­cista a la argentina, fa­cista aguado como leche adulterada. Vos sabés, mamá, yo hablé varias veces con Pe­rón. Y siempre te lo digo, una cosa es lo que Perón le dice a la ne­grada, otra cuando habla con los sindica­listas y otra tam­bién dife­rente al conver­sar con gen­te decente. Perón es católico, anticomunista acérrimo y fun­damentalmente un honorable Co­ronel del Ejército Argent­ino. La guerra mundial termi­nó, los co­munistas y anarquistas van querer otra vez incordiar a los trabajadores. Sólo un tipo como Perón puede parar a esos socialistas y ácratas ateos.

          Doña Teófila no quedó tranqui­la. No obstante de­cidió cambiar de tema. Claro, también para fusti­gar al hijo:

          – Arturito, si te vas a Bue­nos Aires en auto, es para invitar a pasear a esa chi­ca judía que te mandó un montón de car­titas vía aé­rea desde Europa y justa­mente ahora está de vuel­ta. Por fa­vor, apiadáte de madre, no me digas que te vas a casar con un ju­día.

          Arturo rió diver­tido, respond­iendo:

          – Mamá, “esa chica judía” se llama Débora, es una buena amiga, de bue­na familia. El papá de Débo­ra que es un im­portante hombre de ne­gocios. Ape­nas se enteró de la termin­ación de la guerra en Euro­pa fue allá para asegurar la ven­ta de los productos argentinos del campo. Dé­bora acompañó al papá. ¿Qué querés que haga una mu­jer jo­ven en medio de un continen­te en ruinas? Se dedicó a mandar cartas a to­dos los amigos. Eso es todo.

          Doña Teófila habló como para sus aden­tros:

          – Y bueno. Si es de buena fa­milia y el papá es un adinera­do hombre de ne­gocios, que se yo … Ya es hora de que te cases, Ar­turito, tenés veintiséis años. Si la mu­chacha te gus­ta, bue­no, al menos en algo no tendrás pro­blemas, di­cen que las judías son las mejores … las mejo­res en eso … bue­no, son las me­jores en la cama. Así no andarás chi­neando, como tantos de tus amigos casa­dos.

          Don Eduardo miró sobresalt­ado a su espo­sa:

          – ¡Teófila! ¿Vos que sabés de eso?

          La mujer simuló enojo:

          – Tenés que re­cordar, Eduar­do, que yo me pasé la vida ha­ciendo obras de caridad, dando albergue a mujeres de la vida, ayudánd­olas vol­ver a Dios. Por su­puesto, pasé días ente­ros ha­blando con ellas. Te asegu­ro, Eduar­do, yo sé cosas, vi co­sas, hice co­sas, que vos, ¡tan galli­to que te creés!, ni te imaginás.

          Arturo puso ojos de pen­sar y habló:

          – Mamá, yo le hablé a Pe­rón de vos, quiere conoc­erte. Cuando él sea Presi­dente de la Nación ten­drá personas como vos, ca­paces de ayu­dar a los más desposeídos. Pe­rón sólo pre­tende evitar que ven­gan los comunistas y piensa que lo mejor es darle una mano a po­brerío, así no caerán en las garras de esos forajidos sin dios, ni pa­tria, ni ban­dera.

          Doña Teófila miró al hijo con la mirada de quién a visto al diablo:

          --¿Yo con Pe­rón? No, no, Ar­turito, antes de cambiar una palabra con Pe­rón, prefiero mil ve­ces que vos te cases con una judía y que yo tenga nietos nari­gones.

          Después del desayuno Artur­o subió al auto­móvil. De ese viaje Arturo di­ría más adelan­te: “Al pa­sar el puente sobre el Riachuelo vi solda­dos custo­diando. En el centro de Bue­nos Aires todo estaba normal, salvo algunos cabecitas ne­gras mirando con curio­sidad las vi­drieras, mien­tras la gente miraba con curiosidad a los cabecitas negras.”

          Tras gestiones en bancos y aseguradoras, visi­tar al conta­dor y al aboga­do, Ar­turo se en­contró con Dé­bora en la confitería El Molino, en la es­quina de Avenida de Mayo y Ca­llao, frente al edificio del Congreso Nacional. Ha­blaron del viaje a Europa y concluyeron plati­cando sobre la reali­dad argenti­na. Débora dijo:

          – Quedáte tran­quilo, gobiern­en los radica­les, los conser­vadores o Pe­rón, siempre necesitar­án de las vacas gor­das y del tri­go que pro­duce tu fami­lia, y tam­bién necesita­rán de ti­pos como mi viejo que les hagan los nego­cios en Europa. Porque los gobernan­tes, sean quie­nes fueren, si hay algo que nunca sabrán hacer, es pro­ducir y ven­der lo producido. ¿Y el po­brerío? Me da la impre­sión que Perón sabe bien como ma­nejarlos, para provecho de todos.

          Arturo pensó: “Rebeca es una tipa hermosa, elegan­te y fun­damentalmente tiene ideas muy claras. No sería tan mala idea hacer que mi mamá tenga nietos narigo­nes.”

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7 diciembre 2011 3 07 /12 /diciembre /2011 22:47

          Pandulfo Perez, vecino de Pampa del Infierno, Pro­vincia del Chaco, Argentin­a, ganó el campeo­nato mun­dial de un deporte exótico practi­cado con una curiosa pe­lota con ma­nijas parecida al balón usado en el juego ecuestre del pato.

         Al volver a su país – el campeonato se desarro­lló en Hel­sinski – Pandulfo Pe­rez fue invita­do a la Casa de Go­bierno, en Buenos Aires, donde sería saludado y agasajado por las al­tas autori­dades. Pero rehusó la invita­ción. Al ser pregun­tado por una pe­riodista sobre los moti­vos de la ne­gativa, res­pondió:

          “No me gusta la Casa de Gobierno de nuestro país. Fui una vez, cuan­do era chico, acom­pañando a mi mamá. Ella debía realizar un trámite allí. Siendo la sede de la Presidencia de la Na­ción, yo espe­raba un edificio similar a los casti­llos de los príncipes de las pelícu­las. No, resul­tó ser muy diferente. Es un lugar lúgubre, con gente vestida como cualquier vecino o vecina que se encuentran en la ca­lle y un atemorizan­te patio in­terior con un montón de balcones alreded­or. La Casa Rosada es un ma­motreto es­pantoso ubica­do al fon­do de la Plaza de Mayo. Con­trasta con lin­dos edificios que también ro­dean esa plaza. En es­pacial me gustan el Cabild­o y la sede de un Ban­co antes llamado «Italian­o» cons­truido justa­mente copiando un pala­cio rena­centista de Génova, Ve­necia o Floren­cia, no re­cuerdo bien. Y el Cabildo emerge be­llísimo en el otro extremo de la Plaza de Mayo con su majes­tuosa senci­llez, venciendo al tiem­po. Lamentablem­ente la Casa de Go­bierno es horrible. La hicieron sin or­den ni concierto, por ne­cesidad de la urgencia de alojar al Go­bierno Nacion­al hace unos ciento cin­cuenta años. Ha­bían allí, en el mismo pre­dio, dos construccio­nes más horri­bles aun, en una funcio­naba el Co­rreo, en la otra la Aduana. Uniendo am­bas con un arco, quedó terminad­a para siempre la sede presidencial. Hasta el color es obra de la im­provisación. Resulta que habían dos ban­dos políti­cos, uno el Par­tido Colo­rado, el otro el Partido Blanco. Los del Partido Colorado querí­an pintar la Casa de Gobierno de rojo, los del Partido blan­co obviamente de blan­co. Gober­naba el Presidente Domin­go Faustino Sar­miento. Antes de que la dis­puta terminara a los gol­pes y hasta al­gún bala­zo, Sar­miento de­cidió zanjar la discusión. Hizo poner en un bal­de, mi­tad y mitad de pintu­ras roja y blanca. Cla­ro, el resul­tado de mezclar ambas es el rosado. Así, sólo para ter­minar una es­túpida discus­ión, tuvi­mos los ar­gentinos la Casa Rosada. Mire, señor­ita period­ista, esa Casa Rosada parece un monumento funerario, algo así como el Taj Ma­hal de la familia de Los Lo­cos Adams. Y ahora que la Presid­enta se viste de negro de pies a cabez­a, si entro me parecería estar en una fu­neraria y sólo ati­naría a pre­guntar «¿dónde está el di­funto?». No, mejor no voy, me quedo en mi pueblo.”

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24 noviembre 2011 4 24 /11 /noviembre /2011 22:00

          El relato fue escrito mil y una veces, en diver­sos idiomas, repetida­mente des­de el ori­gen de los tiem­pos. Lo leyeron, comentaron y ano­taron, cada cual a su ma­nera. Yo lo reescri­bo ahora, a mi modo, casi como un rito.

          Carlos Furcio salió de su casa en la ma­ñana. Al traspasar la puerta la peque­ña hija del vecino dijo:

          – ¿Vio anoche el concurso de televisión? Que terrible. ¿Cómo es posible, la partici­pante Malena Quei­mada quedó eliminada, sien­do que hizo todos los saltos en el menor tiempo?

           Sin responder a las pregun­tas, Carlos Furcio a su vez interro­gó a la nena:

          – ¿Vos no deberías estar aho­ra en la es­cuela?

        La vecinita hizo un mohín y respondió:

          – La maestra faltó, decidió quedarse en su casa. Dijo que de­bía dis­cutir a los gritos con el marido so­bre el concurso de la televi­sión y la elimi­nación de los partici­pantes.

          Carlos Furcio salu­dó a la pe­queña. En la es­quina esperó el co­lectivo. No ve­nía. El bueno del quios­quero, al verlo impa­ciente por la de­mora, ex­plicó a Carlos Furcio:

          – El colectivo no pasa más por esta ca­lle. Avisaron hace un rato. La empresa de los colectivos consi­deró insuficientes las ganan­cias y decidió circu­lar únicamente por la ave­nida. ¡Bah! No debemos pensar en estos ajustes en beneficio de la empre­sa. Menos ahora, cuando el Tintorero Enmascarado reemplazará a Male­na Queima­da en el concurso de la televisión. Malena Queimada no sabe saltar, la eliminaron correc­tamente. ¿Qué opina us­ted del con­cuso de televi­sión?

          Carlos Furcio res­pondió:

          – Yo no miro el con­curso de la televisión. Por lo tanto, me es impo­sible res­ponder.

          El quisoquero lo miró confun­dido:

          – ¿No mira usted el concurso de la tele­visión? ¿Y qué hace, enton­ces, a la noche?

          Carlos Furcio expli­có:

          – Leo un libro, en ocasiones lustro los zapa­tos, converso con mis hi­jos.

          El quiosquero repli­có con cre­ciente asombro y una pizca de eno­jo:

          – ¿Y para leer un li­bro, deja usted de mi­rar el concurso de televis­ión? ¿Y, qué necesid­ad tiene de conversar con los hi­jos? ¿Aca­so sus hijos no pueden conversar solos, entre ellos? Y lo de lustrar los zapa­tos, me imagino, es una broma, caso con­trario sería imper­donable. ¡Aban­donar el concurso de televisión por lustrar los zapa­tos! Míreme, hace meses ando con el calza­do sucio, no tengo tiem­po de ocuparme de zapa­titos, cuando el Tintorero Enmasca­rado está ingresando en el concurso de televisión.

          Carlos Furcio salu­dó al quis­quero. Fue ca­minando. En la pa­rada de colectivos de la avenida se arre­molinaba la gente, eran unas cien personas hablando acalora­damente. Car­los Furcio aprove­chó el corto si­lencio de una señora anciana y pregunt­ó:

          – ¿Toda esta gente espera el colectivo?

          La mujer anciana sonrió sa­tisfecha:

          – Si. Todos espera­mos el co­lectivo. Pero no viene ni vendrá. La em­presa deci­dió lo­grar gran­des ga­nancias, concentró todas las lí­neas de colecti­vos en esta aveni­da y dis­minuyó el número de fre­cuencias. Por ese motivo hoy a la madrugada circu­laban sobre el puente del río, a unas cuadras de aquí, cinco colecti­vos jun­tos. Result­a que el munici­pio, la provincia y la na­ción, se olvidaron durante veinticinco años de hacer mantenimiento al puente. Éste no re­sistió el peso de tantos colectivos colma­dos. Se de­rrumbó el puente, caye­ron al torren­te todos los pasaje­ros. Además la empresa de electrici­dad hace mucho tiempo eliminó la ilumina­ción artifi­cial en el puente y en la semioscuridad otro co­lectivo chocó con una columna, se incen­dió y murieron la mayoría de los pasaje­ros. Entre los caí­dos al agua y los que­mados, dicen que hubo seiscien­tos pasaje­ros muertos, otros hablan de ochocientos y aun más, pero nun­ca se sabrá el nú­mero de fallecidos porque la empre­sa de co­lectivos, para llevar al má­ximo las ganancias, per­mite subir gente hasta quedar apelmaza­dos de apretadas que van. Y ha­bilitó los techos de los colectiv­os, allí via­jan dece­nas de personas paradas, también se ubican en los estri­bos y paragolpes, o se cuelgan de los espejos retrovi­sores.

          – ¡Qué espanto, es espeluz­nante! – Ex­clamó Carlos Furcio.

          La mujer anciana asintió y si­guió hablan­do:

          – Tiene razón. Yo ya lo dije anoche. Es una gran injusticia el re­emplazo de Malena Queimada por le Tintorero Enmasca­rado. ¡Ha­biendo tantos concursantes mejores! Por ejem­plo, el Pedicuro Chino y Juliana Hortaliza.

          Carlos Furcio volvió al acci­dente:

          – ¿No llegaron los bomberos y las ambu­lancias para auxiliar a los caí­dos al río y que­mados?

          La mujer trató de hacer me­moria, final­mente respondió:

          – No lo había pen­sado. Pro­bablemente la presencia de bomber­os y ambulan­cias ha­bría per­mitido salvar a algunos, o muchos, acci­dentados. Pero no. No vinie­ron y es ra­zonable. Habrán mirado el concurso de televisión hasta tarde en la noche y a la madruga­da no oyeron los des­pertadores. O se quedaron dormidos en los puestos de trabajo. Po­bre gente.

          – Si, pobre gente. – Afirmó Carlos Furcio y su­brayó:

          -- Morir así, ahogados y quema­dos.

          La anciana miró a Carlos Fur­cio con ros­tro de reprimenda:

          – No, señor. Me re­fería a los bomberos y a las dotaciones de las am­bulancias. De­cía, po­bre gente, ellos también tie­nen derecho a mirar el concurso de televisión. Es inhu­mano exigir­les cum­plir con sus debe­res. Pero dígame, se­ñor, si, tal como yo pienso, el Tinto­rero Enmas­carado es ma­lísimo en el baile de la soga y no debería estar en el concurso, ¿ver­dad?

          Carlos Furcio dijo, resignada­mente:

          – Soy incapaz de responder. No miro el con­curso de televi­sión. La mujer abrió la boca, la ce­rró, tragó sa­liva y recién pudo ha­blar:

          – ¿Como? ¿No mira el con­curso? – Qui­so decir algo más, pero la angustia se lo impi­dió. Dio media vuelta y se perdió entre la multi­tud.

          Carlos Furcio en­tendió que carecía de sentido esperar el colecti­vo. Justo atinó a pasar un taxi vacío. Lo lla­mó, el taxi paró, Car­los Fur­cio subió y así llegó rápidam­ente al tra­bajo.

          Carlos Furcio reco­rrió las ofici­nas. Esta­ban vacías. A pesar de ser la hora de ingre­so del perso­nal, nin­gún otro empleado estaba. Tomó asiento frente a su escrito­rio e ini­ció las tareas del día.

          Tras largo rato co­menzaron a llegar los compañeros de traba­jo. Estaban dis­cutiendo en grupos aca­lorados. Una mujer coqueta se acer­có a Carlos Furcio, lo sa­ludó cordial­mente, tomó asien­to frente al escrito­rio ad­yacente mientras decía:

          – Estoy feliz de tra­bajar en esta empre­sa. Hay otro nivel. El co­mún de la gente está chusme­ando respecto de ese es­pantoso con­curso de tele­visión con participan­tes de nom­bres estrafalarios, el Tintorero Enmascarado, Malena Tostada, o Quemad­a, no me acuer­do, Ju­liana Berenjena o algo así. En cambio en esta empresa llega­mos tarde porque nos que­damos viendo hasta casi la ma­drugada el rea­lity show que se transmite después del concur­so. Es otra cosa. ¡Notable nivel! Los participan­tes se llaman Jennifer Smith, Anne Mary Dillin­ger, John Patricks y hasta hay uno de apellido francés. Decíme, Carlos, ¿no te pareció que Marga­rette aparentó conspirar con Willie contra Norah y Max, pero está enamorad­a del mono que tienen en­jaulado?

          Carlos Furcio irguió ligera­mente los hom­bros:

          – No se. Yo no miro el reality show.

          – ¿Y que mirás? ¿El concurso de televi­sión? – Inquirió la co­queta mujer, reci­biendo por res­puesta:

          – No, tampoco miro el concur­so de televi­sión.

          Cuando escuchó eso, la co­queta mu­jer se levan­tó del asiento y fue hacia dón­de va­rios emplea­dos discutían aun, mientras bal­buceaba con terror: “¿Y que hace, en­tonces, Carlos, de su vida?”. La mujer dijo algo en voz baja a los emplea­dos y to­dos miraron a Carlos Fur­cio. Nin­guno le di­rigió más la pa­labra a Car­los Fur­cio.

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22 noviembre 2011 2 22 /11 /noviembre /2011 23:15

          En el alto verano austral de 1813 vivía en Buenos Aires una esclava muy joven, de ojos azules y cabellera con tintes roji­zos. Sólo la nariz ancha y chata daban a la mujercita los rasgos mínimos para ser considerada negra, justificando su esclavitud. Nacida en casa patri­cia, lavaba la ropa de los amos diariamente en las orillas del Río de la Plata, de­bajo del Fuerte.

          También todos los días en las horas de más calor, a tiro de mosquete del Fuerte, cha­poteaba en las aguas muy bajas del mismo río una patrulla montada del Regimiento de Grana­deros a Caballo. El jefe del regimiento, el Coro­nel José Francisco de San Martín, man­daba los hombres a su mando a merodear alrededor del Fuerte. Así les recordaba a los gobernantes de Bue­nos Aires que otra vez po­drían ponerse las tropas en formación en la Plaza Mayor e impo­ner las auto­ridades. Así lo habían he­cho el pa­sado año de 1812, cuando por la auto­ridad de las armas el Co­ronel cambió un gobierno.

          Curioso cambio de oficios. Dicen, la au­toridad debe cambiar a los coro­neles, y no és­tos a las au­toridades. Parece ser que los he­chos de 1812 fueron una excepción. Con el ad­venimiento de la nue­va nación, dicen, épocas hubo en que la excepción fue la regla.

          Por el calor, los ca­ballos de la patrulla de Granaderos debían beber. Y muy buen abreva­dero era el río, tan cercano al Fuerte. Mientras los no­bles brutos saciaban la sed los jinetes desmonta­ban.

          Al mando de la pa­trulla iba un oficialito de rasgos bereberes, pelo re­negrido, ojos de carbón, piel del tono de las aceitu­nas madu­ras. Día a día el oficial miraba a la joven lavander­a de ojos azules y cabello rojizo. La mu­jer, sin ruborizarse, dejaba la labor de limpieza y miraba al oficial. Mezcla de curio­sidad y de­seo, a ambos los atraía la mutua visión de los cuerpos en el estío.

          Pero nada decían. Un oficial de un Re­gimiento de Granade­ros a Caballo no ha­bla con una esclava a la vis­ta y oído de los hombres por él diri­gidos, y me­nos ante los ojos de los guardianes del Fuerte y de las familias patricias con casas cerca­nas al río. Una esclava no se atreve a dirigir la pa­labra a un oficial del ejército, podría por ello ser repren­dida.

           Dicen, los esclavos deben ser negros y los amos blancos. Ex­traño in­tercambio de ra­zas. El ofi­cial era de piel bastante negra, y has­ta tenía el pelo enrulado. La esclava pa­saría por blanca si la vis­tieran cual niña de la socie­dad.

          Curioso (¿odio­so?) es el destino de los se­res humanos. En la nueva nación, dicen, no hubo más escla­vos. También dicen, ahora los esclavos no tienen color.

          Pasaron los días. Terminó el verano. El ofi­cial partió en comi­sión. Moriría en una no­che te­nebrosa en la Cancha Ra­yada. La es­clava re­cordó por el otoño al oficial y se le es­caparon unos suspi­ros, no muchos.

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  • : El sitio en la web de Aida y Norberto
  • : Actualidad, Derecho, críticas de los actos políticos. Soy perfecto pero prefiero negarlo, le temo a los envidiosos y a las envidiosas.
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  • Norberto Tesy Wernicke
  • De profesión, soy abogado, tasador. De vocación, soy escritor y - según dicen mi familia y mis amigos - ermitaño. Tengo 64 años, mi esposa se llama Aida Zunilda Bogado, y mis hijos Alberto y Daniel. Soy feliz. ¿Que más quiero?
  • De profesión, soy abogado, tasador. De vocación, soy escritor y - según dicen mi familia y mis amigos - ermitaño. Tengo 64 años, mi esposa se llama Aida Zunilda Bogado, y mis hijos Alberto y Daniel. Soy feliz. ¿Que más quiero?

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